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Ago

2019

Evelyn y Jonathan: Mi vida como alumno zombi

El número de alumnos mal diagnosticados en establecimientos para niños con discapacidad mental es desconocido. Ningún organismo cuenta con el dato. Acá sus historias no bastan para revelar las condiciones de descuido y dejadez al interior de las aulas: rezago escolar, pastillas y alumnos “zombis”.

Matías Concha P.

Evelyn (17) se mueve como si algo le doliera, se frota las manos, mira al cielo. Aunque había jurado no volver a recordar el pasado, decidió contarnos su historia, pero hacerlo no es fácil. “En esa escuela había cabros que no sabían leer, que les costaba pronunciar las palabras, las sílabas, pero también había otros que me parecían súper peligrosos. Algunos creían que estaban en la cárcel; otros, sin sus pastillas, se volvían locos, les pegaban a las tías, meaban la sala, les tiraban pollos a los que eran autistas”, cuenta sobre su largo paso de 5 años en una escuela especial para niños y jóvenes con déficit intelectual.

Evelyn dejó de ir a una escuela regular en segundo básico, cuando la diagnosticaron un trastorno leve de aprendizaje. “Era floja, pero sólo me costaba leer”, explica. Su mamá asegura que nunca le entregaron un informe que respaldara el diagnóstico. Y como los colegios no aceptaban a niños repitentes, fue derivada a una escuela especial. Tenía 10 años. “Me metieron a un curso donde había niños muy complicados: uno trató de quemar la sala, otros pateaban a las profes, algunos se cortaban; para mí era como estar en un manicomio. Aunque también había chiquillos más normales, cabros que eran inquietos no más”.

Actualmente hay 576 escuelas especiales en el país que atienden a más de 39 mil estudiantes con autismo, síndrome de Down, discapacidad intelectual, ceguera, problemas motores o sordera. La mayoría de ellos procede de familias vulnerables. Esta realidad empeora si consideramos que dos de cada tres de estos niños pertenecen a familias clasificadas dentro de los dos quintiles con menos ingresos. “Como mi papá no sabía leer y la mamá de mi papá tampoco sabía leer, me decían: ‘A lo mejor saliste a tu padre’”.

 

También cuenta que para ingresar a la escuela la sometieron a una evaluación para determinar si cumplía las características de discapacidad. “Después del test me dijeron que tenía bajo coeficiente intelectual, que era tonta, así. Me querían dar pastillas y dejarme como a los niños ´zombis´ que babean, pero mi mamá les dijo que no, que ella quería que me enseñaran a leer. Terminé aprendiendo como a los 15 años, no sabía ver ni mi Facebook. ¿Cómo se demoraron 7 años en enseñarme?”, se pregunta.

Al cabo de esos 7 años, la psicóloga de la escuela le dijo que por fin podían “darla de alta”. El problema surgió cuando le informaron que a partir del 2019, el Ministerio de Educación sólo certifica los estudios de las escuelas especiales hasta octavo básico. Y es el colegio el que determina el curso de egreso del alumno. “Es día me dijeron que sólo me podían acreditar mis estudios hasta sexto básico. Y, con 15 años cumplidos, dime, ¿qué colegio regular me iba aceptar en séptimo?”.

A partir de ese momento, Evelyn pasó a formar parte de los 222 mil niños y jóvenes de entre 6 a 21 años que están excluidos del sistema escolar en Chile. En la Región del Bío Bío son 15 mil los que no reciben educación, sin haber completado sus 12 años de escolaridad obligatoria.

Para Liliana Cortés, directora ejecutiva de Súmate del Hogar de Cristo, fundación que trabaja por restituir el derecho a la educación de niños y jóvenes en situación de pobreza y que tiene una de sus 5 escuelas de reingreso en Lota, explica por qué en ocasiones las familias vulnerables ingresan a sus hijos en escuelas especiales. “Para una familia que tiene a narcos esperando a sus hijos en la esquina, es natural que represente un alivio que su hijo vaya a una escuela donde se le entrega todo: transporte escolar, ropa, útiles, alimentación. Pero, al final del día deben firmar un papel donde se acredita que su hijo es limítrofe. Esto es dramático porque después de que los egresan, ningún colegio regular los recibe”.

En marzo de 2018, Evelyn despertó tras una noche de trabajo con su madre en la feria. Un amigo la fue a buscar a la casa y le contó que había escuchado de un colegio que recibía alumnos marginados por su extrema vulnerabilidad. Pocos días después ya estaba matriculada en la escuela Nuevo Futuro de Fundación Súmate en Lota, Región del Bío Bío. “Ahora mi ramo favorito es Naturaleza, me encanta cuando estudiamos los planetas, el espacio. Es como mágico. Pensar que existen cosas tan gigantes y una es tan insignificante”.

Tajos y mordiscos
Como dijimos, el caso de Evelyn no es excepcional. Mónica Chacón, psicopedagoga de Súmate, explica que una gran cantidad de estudiantes etiquetados con discapacidad, lo son más por un tema de privación sociocultural que de discapacidad real.

-Evelyn llegó diagnosticada de funcionamiento intelectual limítrofe, pero a los pocos días de matricularse se convirtió en una de las niñas con mejores notas. Ahora está nivelando sexto, séptimo y octavo. Es injusto, pero los niños que vienen de entornos de pobreza difícilmente pueden optar a un psiquiatra, una profesora diferencial o un psicólogo, entonces es lógico que terminen recluidos en escuelas diferenciales que los mantienen matriculados por años, sin justificación.

No resulta fácil mantener una escuela diferencial. Su funcionamiento depende de una subvención de $188.230 por cada niño sin jornada escolar completa y de $232.822,55 por cada uno con jornada escolar completa. Durante el año 2019, la Superintendencia de Educación, organismo que fiscaliza el cumplimiento de la normativa de las escuelas especiales, ha recibido denuncias a nivel nacional por las siguientes materias: 58 irregularidades en el registro de asistencia, 119 irregularidades en el uso de la subvención y 29 faltas de especialistas en establecimientos de educación especial o con proyectos de integración.

La realidad de los niños mal diagnosticados en escuelas especiales no provoca encendidas discusiones ni obliga a los políticos a pronunciarse. Ni siquiera existe un consenso técnico respecto de la verdadera dimensión del problema. La realidad se difumina aún más cuando la propia Superintendencia de Educación, aclara que: “Nadie maneja ese dato, no existe”.

Esta realidad oculta guarda un trasfondo mucho más dramático: la exclusión educativa no comienza solo cuando el estudiante se encuentra en una escuela especial, sino muchísimo antes. “Yo me escapaba y me iba para la calle, ahí me juntaba con otros cabros que estaban en la misma. Íbamos al mall, ahí se choreaba, se piteaba, se andaba con lucas. Me manejaba en radio taxi pa’ todos lados. Al final, me terminaron echando, repetí tres veces primero básico”, relata Jonathan (17).

La mamá de Jonathan no sabe leer ni escribir. Como trabajaba todo el día en la feria del barrio, dice que nunca pudo exigir nada del colegio. El papá, que arregla bicicletas esporádicamente, nunca se enteró. Después de la expulsión, lo derivaron a un centro educacional que recibe a alumnos con discapacidad intelectual. “Me dijeron que no me aceptarían en ninguna otra escuela. Tuve compañeros que venían de escuelas psiquiátricas, que se subían al techo y decían que se iban a matar, que rompían las ventanas y con el vidrio quebrado se cortaban las manos y te echaban la culpa, locos que sin pastillas se ponían eléctricos y te mordían la piel, que se abusaban entre ellos. De verdad, esa huevá no es infancia para nadie”.

El efecto menos estudiado en casos como el de Jonathan es qué sucede con la autoestima en cambios de vida así de radicales: del paso de líder de una pandilla a niño en una escuela para alumnos discapacitados. “Toda la autoestima está construida alrededor de lo que haces, de tu validación social. Buscarle acomodo o reemplazo a eso no es fácil. La historia de Jonathan revela cómo el sistema educacional termina haciéndole daño a un niño, por excluyente y mediocre”, afirma Francisca Figueroa, trabajadora social del Colegio Betania de Fundación Súmate. Eso, mientras Jonathan regresa a su sala de clases diciendo: “Estoy contento acá; no hay pendejos eléctricos que me muerdan”.

 

 

 

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