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Entrevista

Feb

2020

Enriqueta Reyes Díaz: “Hasta me han llamado la Tigresa del Oriente”

Hace 32 años, la “Queta”, llegó a trabajar a la Hospedería del Hogar de Cristo de Puerto Montt como manipuladora de alimentos, sin tener idea de cocinar. “La primera semana me corté todos los dedos y atendí a 90 personas el domingo sola”, asegura. Gracias a su sentido del humor y a las enseñanzas de “los viejos”, aprendió el oficio y sobre todo a no tener prejuicios.

Por María Teresa Villafrade

Fotos: Camila Toro

Oriunda de un campo de Osorno, llegó a vivir a Puerto Montt a los 18 años a raíz de la muerte de su madre. La familia se desarmó y fue acogida por un tío materno. Su papá se volvió a casar. “Yo era odiosa” reconoce y tuvo “mala cabeza”, razón por la cual desaprovechó una pequeña fortuna que le dieron después de trabajar tres años como dama de compañía de una señora de altos recursos económicos en Los Muermos.

“Me alcanzaba para comprar un departamento de un ambiente, pero en lugar de eso me fui de viaje y me lo gasté todo”, se lamenta. De esa etapa que considera casi como un tiempo de vacaciones en el que aprendió a manejar y a tejer, con empleadas a su disposición, recuerda especialmente la ocasión en que leyó por casualidad la vida del padre Alberto Hurtado. “La señora Regina se enfermó y la hospitalizaron. Yo estaba con ella todo el tiempo y como a veces me aburría, tomé un libro que ella tenía en su pieza y empecé de atrás para adelante a leerlo. Se me eriza la piel al recordarlo, porque nunca imaginé que trabajaría en el Hogar de Cristo”.

Luego de la muerte de su patrona, se fue a Santiago y entró a trabajar como secretaria privada en la residencia de Winston Michelson y su esposa. El químico farmacéutico después haría noticia involucrado en el caso Spiniak y en narcotráfico. “Tenían una casa en Ricardo Lyon. Allí manejé un Jeep Patrol con ruedas de doble tracción, eran súper buenos conmigo. Pasaron cosas que no quiero contar porque son del ámbito privado de ellos. Una vez al mes me pagaban pasaje para Puerto Montt, hasta que decidí quedarme por siempre aquí”, cuenta.

LA RECETA SALVADORA DE MENESTRÓN

Su primo Jaime Díaz, uno de los fundadores del Hogar de Cristo en la ciudad, le contó que en la institución necesitaban personal.  Queta había hecho cursos de leyes laborales, sociales y contabilidad en un instituto, pero su necesidad de emplearse era muy fuerte. Así que cuando la entrevistaron y le preguntaron si sabía preparar un menestrón, ella asintió porque justo había leído esa receta en la revista “Vanidades” mientras esperaba.

Tenía 35 años y era “encachadita”, según se define, cuando entró en junio de 1988. “La primera semana me corté todos los dedos y tuve que atender a 90 personas el domingo yo sola”, asegura. Se apena al recordar que al principio le daba vergüenza encontrarse con las personas en situación de calle que ella atendía fuera del recinto y que, más encima, la saludaran hasta de beso. “No sé qué prejuicios tendría yo, pero me daba vergüenza. También recuerdo la primera vez que un hospedado me dijo un garabato, ´que se apure esta mujer de mierda´, dijo y lloré desconsoladamente toda la noche. No estaba acostumbrada, pero ahora no me gana ni la Paty Jofré. Estando en la miel todo se pega”, dice con picardía.

Agradece de corazón a todos los usuarios que le enseñaron a cortar verduras sin rebanarse los dedos y que compartieron sus recetas con ella. Alegre y buena para bailar, no duda en hacer sus propios shows cada vez que hay un evento en la hospedería. “Me disfrazo, me ovacionan, me dicen piropos, hasta me han llamado La Tigresa del Oriente. Acá me suben mucho la autoestima. A estas alturas, les conozco los gustos a todos y a los mayores de 70 años, evito darles legumbres porque les produce gastritis y no se contienen”, relata con diplomacia.

A lo largo de tres décadas, ha conocido muchas historias de dolor y vulnerabilidad. En especial la conmovió la de Roberto Díaz, quien fue un chico del hogar Mi casa, de Pelluco. Una pareja de abuelos lo encontró recién nacido botado en la calle mientras buscaban leña en su carretilla, se lo quedaron hasta que fue ingresado al sistema y se lo entregaron a una guardadora. De joven, conoció una chica con la que se quiso casar hasta que descubrió que era chico. Se descompensó. Luego se casó con otra mujer pero terminó mal la relación. “Se suicidó, tenía esquizofrenia, fue un caso que me dolió porque lo conocí de muy joven acá en la hospedería”, cuenta.

A los 67 años, con 4 hijos y 7 nietos, ella no piensa aún en dejar de trabajar. “Acá nunca un día es igual a otro. Ya me pensioné hace dos años, pero no me quiero ir de aquí a un hospital o a mi casa enferma. Tengo un muy buen marido, que es igual a Héctor Noguera, también jubilado. Ambos tenemos que seguir trabajando porque mi pensión es poca, apenas 140 mil.  Me sentí identificada con el estallido social por el abuso de las AFP y del alto costo del agua, de la luz. A mi marido le diagnosticaron el 2016 demencia senil, pero sigue trabajando en una bodega de obras viales”, señala.

En lo que no está de acuerdo es en la violencia: “Yo encuentro que protestar por la desigualdad está bien, pero acá veía cómo pasaban puros cabros menores de edad con hachas, combos y martillos a una ¿marcha pacífica? Eso no me gusta”.

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