Nov
2020
Comedor Solidario Puente Cancha: Donde nada se niega y todo se da
Ubicado en el estero Marga Marga de Viña del Mar, funciona desde hace 22 años este lugar que alimenta a personas en situación de calle, el que en la actualidad está a cargo de tres voluntarias, todas adultas mayores y sin grandes recursos. ¿Cómo lo han hecho a lo largo de la pandemia? Es una historia digna de contarse.
Por María Teresa Villafrade
Casi al llegar a Puente Cancha en el estero de Viña, se pueden observar dos coloridos containers rodeados de flores que alegran y dan vida a un siempre inhóspito lugar. Escondidos debajo de los distintos puentes pernoctan en sus rucos levantados entre medio de los árboles hombres, mujeres y niños, personas en situación de calle, cuyo impreciso número revela aún más el nivel de invisibilidad al que la sociedad los tiene confinados.
“Nosotros comenzamos hace casi 23 años cocinando con leña, ollas tiznadas y mugre alrededor, para entregar comida a los grandes abandonados de esta ciudad. El fundador fue René Maino y yo heredé la coordinación cuando él se fue. Pero seguimos en contacto, él siempre me está avisando dónde hay gente pasando hambre”, cuenta Gladys Videla González (67), que está a cargo del comedor con otras dos voluntarias adultas mayores iguales que ella: Marisol, la tesorera, y Teresita, la cocinera.
Antes de la pandemia, tenían muchos más voluntarios, pero no han vuelto. Los que siguen ayudando como siempre, desde hace décadas, con mercadería, son el colegio Alemán y el Seminario San Rafael. También reciben aportes en dinero del Hogar de Cristo a través de la dirección social nacional y de Acción Solidaria.
“Fui voluntaria por casi 15 años del Hogar de Cristo. Empecé en 1999, salía los sábados primero a hacer las rutas calle y después los viernes. Luego de conocer el trabajo de René debajo del Puente Cancha comencé a apoyarlo. Hace una década, con una amiga nos pusimos en campaña para contar con algo más digno: un comedor. Nos regalaron primero el container grande y después el segundo, más chico, que es la cocina, porque Sanidad nos lo exigió. De a poco comenzamos a comprar las mesas y las sillas, recibimos muchas donaciones y se pagó muy poco por todo eso”, recuerda Gladys, mientras recorre las dependencias con orgullo.
En las paredes del container comedor figuran grandes fotografías que dan cuenta de los primeros años en los que no tenían comedor, solo ganas de ayudar y servir. Gladys se emociona mostrando el retrato de José, un hombre al que nadie podía hacer hablar. “Un día vinieron las alumnas del colegio Alemán y lograron lavarlo, cortarle el pelo con tanto cariño y lo dejaron tan bonito y así supimos su nombre”. Después muestra la imagen de una joven embarazada: “A esta chica le hicimos hasta el baby shower aquí; hemos tenido ya varias guagüitas”.
De lunes a sábado, sagradamente, preparan 80 raciones para repartir entre las 150 personas en situación de calle que estiman hay en el trayecto que va desde la calle Ocoa hasta el Puente Mercado y la Plaza Forestal. “Decir 150 es poco y ahora con la pandemia se ven hasta familias en situación de calle”, afirma.
“NECESITAMOS QUE VUELVAN LOS VOLUNTARIOS”
Desde la pandemia no han podido recibir ni atender en el comedor, pero salen a repartir o las mismas personas vienen a buscar el alimento, en especial los sábados. “Yo no he parado. A las 12 nos juntamos, se preparan los almuerzos y salimos a entregar por todo el estero, con todas las medidas de autocuidado que corresponden, cada una lleva su botella de alcohol, a los asistidos también les hemos dado alcohol gel. Tenemos un envase que cada vez que se les acaba lo traen y se los rellenamos”, explica.
Pese a que ella considera el entorno medianamente seguro, les han entrado a robar cinco veces. “La primera vez fue algo que nunca nos imaginamos, porque nos entraron a robar todo el equipamiento de cocina que nos había regalado la Universidad Santa María. Nos habíamos ganado un proyecto y se llevaron todo recién comprado. Hace menos de un mes, nos robaron mucha mercadería. Nos da mucha pena porque todo es para ellos, acá nada se niega, todo se da”, dice entristecida.
El sueño de Gladys Videla es que el comedor deje de ser exclusivamente asistencialista y pueda entregarse capacitación y rehabilitación a las personas en situación de calle. “Nos gustaría poder tener monitores como hace el Hogar de Cristo, para poder llevarlos al médico cuando sea necesario. También que hubiera un psiquiatra, un psicólogo, enseñarles un oficio, mostrarles el camino para que después sigan solos”.
El llamado principal que ella hace a los voluntarios es que vuelvan al comedor: “Les hicieron test PCR a todas las personas en situación de calle y ninguno salió positivo. Yo les invito a volver porque se necesitan más que nunca”, precisa.
La única que ha vuelto –además de Marisol y Teresita que nunca fallaron– es Rosemary Mettler (80), descendiente de suizos daneses, enfermera y voluntaria desde hace 5 años. Ella lo considera un deber ineludible. Recuerda que en una ocasión dejó su auto bajo el puente Mercado y le dio un síncope que la llevó al hospital. Las personas en situación de calle la socorrieron y le cuidaron el auto como si fuera propio. “Una de mis hijas fue a buscarlo y ellos la detuvieron diciéndole ése auto es de la Mamita, nadie lo toca. Mi hija tuvo que mostrarles una foto mía con ella para poder llevárselo”, cuenta Rosemary.
Ambas cuentan que hay muchos profesionales en la calle. Recuerdan a uno de ellos a quien le dicen Johnny Cien Pesos. “Un día le pregunté por qué a las 10 de la mañana ya estaba tomando cerveza y me respondió algo que me puso a pensar. Me contó que antes cuando él tenía plata, compraba Prozac, el medicamento de los ricos, y ahora que es pobre, con una cerveza anda parejito”.
El cuarteto de mujeres sale en auto ahora con las viandas de plumavit a repartir almuerzos en la Plaza Forestal. Allá las recibe René Maino (67), el fundador del comedor solidario y dueño de la funeraria Génesis. Se abrazan y él les indica dónde están las personas que necesitan un plato de comida. “Yo vengo de la calle, estuve en el Sename, una escuela de delincuentes. Nunca tuve familia y por eso no tengo conciencia del concepto. Tengo 8 hijos pero estoy solo, vivo solo”, dice dando cuenta de las secuelas que trae crecer en pobreza y sin padres.
La historia de René da para un capítulo aparte. A los 14 años aprendió a hacer urnas metálicas y no le fue mal dado que hoy tiene un negocio, pero no se olvida de su origen. “Puedo entender al que llora, porque he llorado, pasé hambre y pasé frío”, agrega y esa fue la fuerza que lo impulsó a crear el comedor.
Hoy más que nunca, se requieren más manos que ayuden. Gladys, Marisol, Teresita, Rosemary y René, todos adultos mayores y comprometidos con el dolor ajeno son un buen ejemplo de que no hay edad ni excusas que valgan.