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Testimonio

Nov

2021

Él es Claudio, el jardinero de Conchalí

Hace trece años que participa en el Hogar de Cristo. Cuando era joven trabajó arreglando jardines y el Parque Bicentenario de Vitacura es la obra más grande donde dejó su toque verde. Hoy, en agradecimiento a la fundación y sus “tíos”, ocasionalmente pasa algunas mañanas hermoseando el gran patio de la sede.

Por María Luisa Galán

“Falta mucho todavía. No basta con tener un consultorio de salud mental, tiene que haber programas más amplios que lleguen a toda la comunidad y hagan ver a la gente que somos discapacitados y nos den una oportunidad de desarrollarnos como persona. Le diría al futuro presidente o presidenta que haga un buen proyecto para personas discapacitadas y que ayuden más de lo que han ayudado hasta ahora, que tengamos las mismas oportunidades que los demás. Hay mucha discriminación con respecto a la discapacidad, alcoholismo, a las drogas, pero sobre todo a la discapacidad”, reflexiona Claudio Albarracín (63), sentado en una banca de la Unidad San Ignacio de Loyola ubicado en Conchalí.

Claudio es uno de los residentes del Hogar Protegido Amberes, uno de los siete dispositivos de esta modalidad ubicados en la comuna. Éstos son casas para seis u ocho personas con discapacidad mental leve o moderada y que tienen la capacidad para desenvolverse por sí mismos diariamente en labores del hogar.

Hace trece años que participa en la Unidad San Ignacio de Loyola, luego de haber pasado catorce años con consumo problemático de alcohol y en situación de calle. Su cambio lo atribuye al padre Alejandro, un sacerdote que tenía una casa de acogida en la comuna de Padre Hurtado y cuyo apellido olvidó. Pero recuerda que un amigo le contó de él y, decidido en hacer un giro en su vida, caminó desde el Estadio Nacional en Ñuñoa hasta las inmediaciones del antiguo camino a Melipilla. No tenía plata, por eso no tomó locomoción. En este lugar pudo pernoctar y alimentarse. Eso hasta que llegó una delegación de médicos y profesionales de la salud del Hogar de Cristo, quienes le ofrecieron a él y a sus compañeros un alojamiento permanente en diversos programas de la fundación.

“Había bastante sol ese día que caminé, así que llegué con ganas de bañarme. Me cambié de ropa y ahí empezó mi cambio. La vida me dio una segunda oportunidad y estoy agradecido de Dios, del padre Hurtado, de todos los tíos que me han albergado”, cuenta hoy, tranquilo y feliz de ser uno de los participantes de los hogares de protegidos que administra el PAFAM. Vive con seis personas más, todos hombres con diversas patologías en salud mental. “Es difícil vivir con gente, pero lo he sobrellevado bien”, dice. Las tareas diarias se las dividen, algunos hacen aseo, otros cocinan. Claudio era poco ducho para esto último, pero aprendió.  “Ahora me defiendo. A veces les hago chorrillana”, cuenta entre risas.

ANDALUCÍA, ÑUÑOA Y ANTOFAGASTA

El papá de Claudio nació en Andalucía, en España, y su madre era chilena, pero de sangre irlandesa. Dice que aunque su niñez no fue brillante, dentro de todo fue buena. “Mi padre fue muy estricto, estuvo en la milicia española y chilena, entonces teníamos como un régimen militar. No me gustaba que él fuera así, pero con los años me di cuenta que fue necesario una disciplina estricta para que fuéramos buenas personas”, recuerda Claudio, quien es el “conchito” entre cuatro hermanos.

Creció en Ñuñoa y vacacionó en Antofagasta. Estudió en el Instituto Chileno Norteamericano, pero no pudo terminar por temas económicos. “Mi padre me ayudó bastante, pero me dijo que tenía que trabajar. Así que congelé. Pero estoy siempre apegado al inglés. Escucho baladas y me es más fácil traducir que hablar”.

Trabajó en el Hospital Militar como auxiliar de aseo. Después hizo un curso en la Academia de Diseño y Paisajismo, que estaba en Almirante Latorre. “Estuve en el Parque Bicentenario de Vitacura. Nosotros teníamos la primera etapa, de las tres. Era bien vasto el terreno que teníamos que mantener. Éramos varios. Nos demorábamos unos quince días en dar la vuelta. Nosotros mismos nos apurábamos, teníamos que cumplir una meta y decíamos que lo íbamos a lograr. Trabajé muchos años al sol, estoy bien tostadito”, cuenta Claudio, mostrando sus brazos.

Dice que aún se la puede y quiere trabajar en lo suyo, la jardinería, pero también se anima a ser conserje, junior o auxiliar de aseo. Pero mientras encuentra un trabajo, cuando puede ayuda a mantener el amplio jardín de la Unidad ubicada en Conchalí. “Le dije a los tíos que llevo 13 años albergado por la fundación y es tiempo de que haga algo por ellos, como agradecimiento. Pensé bien y dije: voy a hacer lo que me gusta hacer, jardinear. Y aquí estoy. Normalmente, riego. Estoy toda la mañana y me sirve de esparcimiento. Ya les dije a los tíos lo que quiero hacer aquí”, dice Claudio, declarándose experto en cortadoras de pasto y orilladoras. Alguna vez manejó “una máquina de cinco caballos de fuerza”, aclara con orgullo.

El patio de San Ignacio de Loyola tiene árboles frutales, parrones, pasto, flores. Mientras cuenta la historia de su vida, mira los árboles y dice que hay que regarlos harto para que salga buena y rica fruta. Y comenta que cuando riega, pone música de Phil Collins, Cat Stevens y Guns and Roses.

-¿Cómo fue vivir en calle?

-Conocí mucha gente de la calle, comercio sexual, ambulantes, gente del mal vivir. Pero nunca me enfermé ni tuve problemas con nadie. Decía: estoy sonado pero dentro de mi pesadumbre, tengo que salir adelante y estar bien con todos, porque a la hora que los tengo de enemigos, me pudo haber pasado cualquier cosa.  Lo bonito de la calle era la libertad. No cumplir horarios. A Dios gracias no pasé hambre. Trabajé como junior en una empresa ubicada en Providencia y cuidando autos en la noche. Cuando me iba bien, me daba mis gustos. Me iba a una pizzería y me tomaba un buen desayuno porque estaba muerto de frío. Después me iba al Estadio Nacional, donde lavaba mi ropa con permiso del administrador. Pasaba la mayor parte del día ahí y después me iba a trabajar.