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Entrevista

Sep

2021

Adriana Valdés: “La clase alta chilena siempre ha hecho profesión de hablar mal”

La presidenta de la Academia de la Lengua afirma que a ella una vez le dijeron que hablar bien era cosa de profesores de castellano. A diferencia de otros países de Latinoamérica, como Colombia, Perú, Argentina, donde un lenguaje limitado te ubica en lo más bajo en la escala social, acá es al revés. Y el cuiquerío tiene un nivel de discurso donde lo que predomina son “la custión” y “la huevá”. De la lengua nacional –ahora inclusiva y más empobrecida que nunca– trata esta conversación.

Por Ximena Torres Cautivo/ Publicado por El Dínamo

–Yo tengo ocho nietos, pero si alguien que no sea uno de ellos me trata de “abuelita”, se va a ver en problemas serios conmigo –dice amenazante la, en apariencia dulce, Adriana Valdés Budge (78), ensayista, crítica literaria, tuitera pertinaz, primera mujer directora de la Academia de la Lengua de Chile y del Instituto de Chile.

Con las canas blancas acomodadas en un brushing perfecto, los ojos reidores de un azul transparente y las ropas amplias de buena caída, conversa a través del ciberespacio con la misma intimidad que si estuviéramos tocándonos las rodillas, frente a frente. “Ya habrá ocasión de conversar largo y en persona con un traguito en la mano”, nos dice. Y ella cuando hace citas, las cumple, como la que armó, antes de la pandemia, por Twitter, la red ponzoñosa a la que se empeña en cambiarle el perfil. “Yo tengo una casa grande, juntémonos acá”, les propuso a más de una veintena de desconocidos. Recuerda: “He hecho muchos amigos en Twitter, incluso hice en mi casa esa reunión con gente a la que no había visto nunca personalmente”.

-¿No temiste que pudiera colarse un sicópata?

-No, yo abría la puerta y les preguntaba cuál es tu nombre en Twitter y nos ubicábamos altiro. Hace dos años de eso y me siguen mandando fotos de la reunión. Algunos, dos o tres, habían sido mis alumnos, pero con la mayor parte de ellos no me había visto nunca, pero siento que somos amigos de verdad, incluso cuando tenemos desavenencias. Jamás en un café a una señora de más de 70 como yo, con cara de cuica, se le acercaría gente que sí me habla y se me acerca en Twitter. Mediante ese contacto descubrimos que nos gustan los mismos libros o que compartimos el mismo tipo de humor. Son amigos de la edad de mis hijos o de mis nietos, y me encanta darme cuenta de cómo se puede establecer relaciones más allá de las apariencias. Porque uno no es sólo lo que aparenta y hay tantas afinidades misteriosas que se pueden descubrir en la web, y cultivarlas. En esa ocasión, yo tenía mucha confianza twitera, porque la reunión la estaba organizando una persona en quien confío mucho para un amigo nuestro, un gran músico que vive en Chiloé. Entonces era una constelación de personas diversas, pero nada peligrosas, me pareció a mí, y me arriesgué. Hay que considerar además que yo no soy nada de miedosa.

-Volviendo al origen, ¿por qué recomiendas no decirle abuelito a quien no es el padre de tu padre o abuelita a ti, exceptuando a tus ocho nietos?

-A mí, mis nietos me dicen wela, con doble v, wela, y todo el resto del mundo tiene permiso para decirme “señora”. A mí me enseñaron que había “que respetar a sus mayores” y me gusta mucho esa expresión, “sus mayores”, “mis mayores”. Yo soy parte de los mayores de mucha gente, y yo como siempre respeté a mis mayores, espero lo mismo de vuelta. Todo el mundo puede decirme por mi nombre si me conoce, pueden tratarme de tú en general, en todas las conversaciones, lo prefiero. Pero alguien que no me conoce para nada, no tiene que meterme al bolsillo por el hecho de que soy una persona mayor, bien mayor. En conclusión: tengo derecho a que me digan señora en la situación en que esté. El trato genérico de “abuelito” infantiliza; eso es muy importante precisarlo. Cuando tratas a alguien de “abuelito” (y no es tu abuelo), le estás diciendo: “Usted es alguien que tiene derecho a mi compasión”. Puede ser un trato muy bien intencionado, pero es absolutamente insultante.

Adriana utiliza una y otra vez la palabra “contexto”. El lenguaje tiene que adecuarse al contexto. Así lo explica: “Cuando una persona necesita ternura especial hay que estar en ese contexto y dársela, pero no andar extendiendo una especie de ternura impersonal  a un montón de personas que pueden ser harto más inteligentes y capaces que tú. En esos casos, yo soy una pantera gris del lenguaje, soy una vieja peleadora”.

Simpática, inteligente, graciosa y libre, ventaja que, sin duda, otorgan los años, la citamos para hablar de lenguaje inclusivo en términos amplios, no sólo de género. A comienzos de junio, en el Hogar de Cristo presentamos “Yo no soy tu abuelita”, un glosario para comunicar sin discriminar ni estigmatizar, el que tiene una serie de videos asociados para divulgar en redes sociales, que despiertan la atención de Adriana. Habla de un hombre que pide “no me digas vago” y precisa: “No tendré casa, pero soy una persona igual que tú; siento, pienso, sueño”.

-Me gusta mucho que diga de sí mismo: “Soy una persona igual que tú”. Ustedes hablan de persona en situación de calle en el contexto de que son una organización social, especializada en el tema, pero sería muy raro que yo en mi casa llegara comentando “hoy vi a una persona en situación de calle”. Yo probablemente diría: “Hoy he visto a un hombre abandonado”, porque lo hogareño, lo coloquial, lo familiar, es un registro distinto, no corresponde al burocrático, técnico, profesional. Yo entiendo estas formas, porque en un cierto sentido los economistas nos han transformado a todos en objeto de estadística y todos tenemos que tener el mismo nombre. Lo principal es tener una manera humana de aproximarse a los temas y, en ese sentido, me acomoda y me gusta mucho la palabra persona.

DE LA CUSTIÓN A LA HUEVÁ

-¿Carga hoy el lenguaje con mucha ideología? ¿Hablar se ha vuelto como pisar huevos?

-Es interesante ver el lenguaje que se utilizará en la redacción de la nueva constitución. Así como acá se pasó de hablar de los derechos del hombre a hablar de los derechos humanos por cuestiones de inclusión, los franceses siguen hablando de los droits de l’homme, tan campantes. Hoy no hablamos del hombre en genérico para englobar a ambos géneros, lo que genera un poco de complicación y lleva a cosas bastante ridículas como tener que repetir mil veces los hombres y las mujeres, los ciudadanos y las ciudadanas, los chilenos y las chilenas y todo eso… Esas redundancias son lamentables y es algo que hay que evitar sin olvidar que el masculino genérico a veces borra a las mujeres. Pero ese problema para mí desaparece si en vez de usar la palabra hombre usamos la palabra persona y esa palabra, que es de género femenino, de todas maneras está refiriendo tanto a hombres como a mujeres. O sea, persona no excluye a nadie.

Adriana se ha referido en varias ocasiones a la eterna Constitución de Venezuela, que tiene cientos de páginas por una comprensión un poco burda de lo inclusivo y redunda, redunda y redunda. La directora de la Academia de la Lengua, reflexiona:

-El lenguaje es tan ideológico como histórico, Ximena, aunque preferiría calificarlo de histórico. Estaba ahora mismo escribiendo un prólogo para una reedición del epistolario de Andrés Bello, donde queda claro que el mundo donde él escribía era otro mundo. Las mujeres ahora trabajamos, estamos en la vida laboral remunerada, somos parte de la economía de los países, pero, más importante aún, votamos, somos ciudadanas. Hay en ese epistolario muchas maneras de referirse a las mujeres que están obsoletas. La  presidenta no es la señora del presidente y la alcaldesa no es la señora del alcalde, como antes. Yo diría entonces que el cambio es histórico. En los años 60, en Estados Unidos, comenzaron estas cosas. Y se llegó incluso al extremo de querer cambiar el lenguaje, el uso de las palabras. Se propuso no decir history, por ejemplo, que empieza con his, que es el adjetivo posesivo masculino del inglés. Algunas feministas comenzaron a hablar de hertory, porque her es el adjetivo posesivo femenino.

-Algo equivalente a hablar de matria y no de patria.

-Sí, pero esa cosa no prosperó y hoy están pasando muchas cosas en materia de lenguaje que son interesantes, no porque vayamos a usarlas todas, sino porque en ciertos contextos son testimoniales y esos contextos son interesantes. La presidenta Bachelet algunas veces se dirigió a “todas, todos y todes”, pero no le estaba hablando a todos los chilenos, sino a un auditorio específico en ese momento. En un coloquio que tuvimos sobre esto en la Academia, una periodista dijo con mucha gracia: “No vamos a usar el signo @, no vamos a usar la X, no vamos a usar esos modos de manera permanente, pero a mí me gusta la duda que se plantea cuando se usan la X y la @, porque eso quiere decir que estamos cambiando nuestra manera de ver”. Yo vuelvo a insistir: en materia de lenguaje siempre hay que considerar el contexto y aplicar el tino en las distintas situaciones. Más importante que decir persona en situación de calle es tratar a todos con el respeto que se merecen por el simple hecho de ser personas.

-¿Qué piensas del lenguaje paternalista, falsamente compasivo, que usan los reporteros de televisión en la cobertura de tragedias naturales o las diferencias clasistas en el trato a distintos tipo de entrevistados?

-Yo percibo que hay personas que parecen estar destinadas a ser compadecidas en la televisión y eso, en cierto sentido, impide cualquier verdadero contacto humano. Existe una especie de discriminación en el sentido de que las personas menos pudientes pueden ser mucho más invadidas en sus sentimientos y en su intimidad. El periodista va y pregunta: “Señora, ¿qué siente ahora que se le quemó la casa?”. Esa pregunta es de una falta de respeto, de una grosería, impresionante. Eso nunca se lo van a preguntar a una señora del barrio alto, sino a quien probablemente va a romper en llanto, porque será espectacular para la televisión, pero es un atropello evidente para la persona. Uno no tiene derecho a preguntar estupideces, cuestiones obvias. Ese trato diferenciado no favorece ni la igualdad ni la dignidad de las personas. Y la televisión, al establecer ese trato, genera un efecto imitativo en la audiencia, que va a tratar al resto como se les trata en televisión y eso definitivamente no está bien.

-¿Crees que existe un rechazo al lenguaje inclusivo aplicado a las personas de género fluido?

-Las personas de género fluido tienen todo el derecho de ser tratadas como ellas quieren, pero nadie puede obligar a otras personas a usar lenguajes inclusivos si esas personas ni siquiera están en conocimiento de él. Ciertamente, tú no te defines cada vez que hablas por tu orientación sexual. El género fluido puede ser reconocido en contextos específicos, pero ahí surge el problema de la concordancia. Si, ponte tú, un grupo de voceros de un grupo LGBTIQ+ quieren usar el todes es porque han llegado a ese acuerdo, pero si luego quieren mantenerse hablando por ese camino, terminarán con la lengua terriblemente enredada, porque el género, el gramatical, no el antropológico, generará un tremendo problema de concordancia. Yo insisto en decir que el lenguaje inclusivo actualmente es de carácter testimonial y que yo lo utilizaría si me tocara estar en un contexto determinado, pero no lo podría extender como una obligación a otros contextos donde no fuera adecuado. Tú no puedes cambiarle a la mayoría de los hablantes su forma de expresarse por una cuestión testimonial.

-Un tema donde da lo mismo el contexto y los atraviesa todos es el de las palabrotas y los garabatos. ¿A qué atribuyes que esté tan instalado el huevón como sustantivo, adjetivo y verbo entre los chilenos?

Yo tengo 70 y tantos años y mis hermanos andan por ahí y de repente los oía hablar por teléfono y decían “hola, huevón, cómo estai, huevón”, y yo pensaba allá ellos, pero al cabo de un tiempo empezaron con el huevona para arriba y el huevona para abajo. Y yo pensé que una puede ser tonta, lesa, pero una mujer por más que se esmere nunca va a poder ser huevona… A propósito, una noche, me fui a tomar un helado con un amigo que venía llegando de Barcelona. Fuimos al Sebastián, en Providencia, y nos sentados al lado de una mesa donde había seis chiquillas preciosas. Decían: “Mira, huevona, es que no te podís dejar huevear por ese huevón, porque ese huevón es una huevá de tipo. Mi amigo enmudeció, pero lo bonito de esa conversación es que ambos entendíamos todo. Fue divertido, pero lamentable, porque revela que estamos simplificando mucho un instrumento de oro, maravilloso, como es el lenguaje, para comunicarnos pobremente. Es el colmo de la flojera lingüística este uso permanente del huevón. A nosotros, mi abuela nos retaba y nos amenazaba con pegarnos cada vez que dijéramos “la custión”. Ahora dejó de ser “la custión” y pasó a ser “la huevá”.

LA MUERTE DE LIHN

Ya dijimos que nuestra entrevistada tiene una opinión más bien positiva de las redes sociales, de modo que no encuentra en ellas la causa de nuestra pobreza lingüística. Ella señala a otros culpables:

-Es muy feo lo que voy a decir, inadecuado, pero no me importa. Mira, las clases sociales altas en Chile han hecho siempre profesión de hablar mal. Hablar bien, me dijeron una vez a mí, es cosa de profesores, de profesores de castellano. Acuérdense de la película “Julio comienza en julio”. La gente bien no necesita hablar bien; el que habla bien es el profesor. Es muy curioso, porque en otros países de Latinoamérica, como Colombia, Perú, Argentina, hablar mal te coloca más abajo en la escala social. Acá es al revés. Existe una especie de desidia, de convicción de que uno pertenece de todas maneras, por adscripción, a una determinada clase privilegiada y es una gracia expresarse como si estuvieras en los bajos fondos. Sé que no es nada popular lo que estoy diciendo y lo digo a título absolutamente personal para que no me reten en la Academia. Siempre he pensado esto. No hay ningún ejemplo prestigioso entre nuestros líderes actuales, desde los políticos más altos hasta los profesores en la universidad, de un bien hablar. Es como si todos se hubieran ido contagiando  de las malas costumbres. En definitiva: la riqueza del lenguaje siempre ha sido considerada una afectación entre la clase alta chilena

Lamentable.

Y recuerda al cineasta Raúl Ruiz, quien sostenía que la gente más educada para hablar en Chile, la que tenía un vocabulario más cuidadoso, eran los campesinos. “Bueno, él no vivió en Chile los últimos 50 años de su vida, pero me hace sentido lo que decía. Yo recuerdo el vocabulario que tenía la Violeta Parra, por ejemplo. Ese no viene de ninguna parte más que del entorno campesino, lo mismo que el de Nicanor y el del mismo Roberto Parra. El lenguaje de los Parra  viene de un entorno totalmente campesino riquísimo, que se refleja en las payas, en los duelos de ingenio, en las canciones. Uno debe rescatar esa riqueza, porque es parte del patrimonio nacional y está en nuestro folclor”.

-Entonces, ¿no le atribuyes ninguna responsabilidad a las redes sociales del empobrecimiento del lenguaje?

-Sí, ciertamente lo empobrecen, por eso yo procuro hacer de Twitter un lugar distinto. De repente uso palabras bien difíciles y no es por pedantería, sino porque a mucha gente le resuenan bien y me las comentan. Tengo 11 mil seguidores con los que puedo conversar en otro nivel. Puedo recomendar libros y otras cosas, hacer un chiste que sea un poquitito más literario y a la gente le gusta. Puede que no a los 11 mil, pero con que sea a unos mil me conformo.

Además del lenguaje, otro tema que a Adriana también le interesa y mucho es la muerte. Un resabio quizás de su amor por el poeta Enrique Lihn, su pareja, al que cuidó durante esa larga y dolorosa enfermedad que se llama cáncer y que lo mantuvo vivo hasta que terminó su “Diario de Muerte”. Ese que ella y Pedro Lastra organizaron, editaron y publicaron después de su partida en 1988. O de otros muertos, muertas, muert@s, entrañables.

-¿Qué es el proyecto Moquita, Adriana?

-Por encargo de Enrique Lihn, hice la edición junto a Pedro Lastra de su “Diario de Muerte” y lo acompañe en sus últimos momentos. Eso fue el año 88 y aprendí mucho de esa experiencia. Mucho, mucho. Años después, escribí un texto que tenía que ver con experiencias de muerte de otras personas cercanas y lo llamé “Señoras del Buen Morir”. Mucho tiempo después, me di cuenta de por qué uno hace las cosas. Descubrí que había elegido acordarme de mi abuela paterna y de mi suegra, porque sus muertes habían sido tan lindas y tan cortas, pero en realidad a lo que me estaba refiriendo con mucha angustia era a la larguísima y muy dolorosa muerte de mi madre –responde la ensayista que partió respondiendo con la voz sólida pero se le fue licuando por la tristeza que provoca el recuerdo.

Más repuesta, retoma la historia:

-En eso estaba cuando me contactaron del proyecto Moquita, donde encontré a personas con las que yo podía hablar de cosas que, en general, son muy ofensivas y nadie quiere plantearlas en la familia. Si en tu familia quieres hablar de tu muerte, de inmediato van a suponer que estás deprimida, que te pasa algo malo, que tiene ideaciones suicidas. Imagínate a la edad que yo tengo, ¡no hablar de la muerte es una estupidez! Pero el entorno familiar es el peor para abordar estos asuntos. El proyecto Moquita es una iniciativa que viene de Inglaterra. Al principio se llamaba “el café de la muerte” y consistía en juntarse a tomar un café o un vaso de vino con personas desconocidas para hablar de la muerte. Cuando supe que lo estaban haciendo acá, fui de inmediato. Después me invitaron a formar parte del directorio. Ahí la persona de mi edad es el doctor Juan Pablo Beca, especialista en bioética, un hombre extraordinario, pero los jóvenes que armaron esto fueron Matías Reeves, que venía de Inglaterra con la idea; Jorge Braun, un joven geriatra; y Verónica Rojas, que es enfermera de UCI.

El grupo, que creó una página web, afirma Adriana, ha logrado “generar un espacio donde mucha gente del área de la salud que necesita hablar de la tensión que le produce ver morir a otros, padres que han perdido a sus hijos y personas de la edad mía que piensan en su propia muerte y no tienen con quién conversar el tema, nos juntamos y hablamos”.

-¿De qué hablan en concreto?

-Desde cosas prácticas, como dejar las últimas voluntades escritas, hasta reflexionar más profundamente de algo que en la mesa familiar es muy difícil de tocar. Hicimos un acto de recuerdo al cumplirse un año del primer fallecido por COVID-19 en Chile. Pusimos velitas en las ventanas, porque nos da mucha pena no poder compartir la muerte de los amigos, no poder llorar juntos. Hay muchas personas que se fueron dejando un rito pendiente. Los ritos son necesarios porque todos tenemos la sensación de que la personas persisten un tiempo después de irse y que hay algo en los ritos que hacen que esas personas y los que nos quedamos nos sintamos reconciliados con el hecho de la mortalidad. De eso se trata el proyecto Moquita: de cosas más profundas, que tienen que ver con la fe o la espiritualidad, y de promover el uso de un formulario de voluntades anticipadas, porque es tremendo quedarse sin un guión cuando la gente se muere. Y no hay nada más triste que un funeral donde no hay ceremonia, ritual, ni nada. En el caso de Enrique Lihn, se hizo un funeral no religioso pero lleno de ceremonia, donde el gran sacerdote fue Nicanor Parra. Él leyó uno de los poemas Lihn, el que más le gustaba, y de ahí seguimos todos los demás. Ese fue nuestro rito, porque la gente necesita ritos. Todos necesitamos de ellos. Y, mejor, no sigo, porque me emociono mucho al hablar de esto.

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