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Reportaje

Sep

2018

La historia de un gringo en la Casa de Acogida

Hace unas semanas murió Ricardo Álvarez, más conocido como “el gringo” o “el Seymour”, por sus ojos y cabellos claros y por su segundo materno. Fue muy querido por sus cercanos, quienes lo recuerdan como un caballero muy respetuoso y culto.

 Por María Luisa Galán

“¿Cuándo?”, era la pregunta que Ricardo Álvarez Seymour, más conocido como “el gringo” o “el Seymour”, escuchaba semanas antes de fallecer por un cáncer. Era lo que oía “desde arriba”, de Dios. Tenía 64 años el 20 de agosto pasado, día en que acusó recibo del llamado, en pleno mes de la solidaridad y del Padre Hurtado. Sus compañeros y los profesionales de la Casa de Acogida Josse van Der Rest del Hogar de Cristo aún lo recuerdan con mucho cariño y respeto.

Se destacó por su compañerismo y cultura; por su afición por la lectura, por informarse. Leía los diarios y se instalaba en los computadores de la Casa de Acogida para enterarse de lo que ocurría en el mundo; temas que luego comentaba con los otros residentes, profesionales y amigos. Quienes lo conocieron, cuentan que podían estar horas conversando sobre la contingencia e historia, como la guerra de Irak o la Segunda Guerra Mundial.

No le gustaba ir al doctor, bañarse ni usar ropa interior. Recurría al médico cuando el o los dolores se les hacían insoportables. Una de sus monitoras le tenía una rutina de baño: lunes, miércoles y viernes. Hubo días en que se escondía, pero ahí iba ella tras él para que se diera una ducha calientita. “Pero no había caso que se pusiera slips. Tal vez por eso también le decían el gringo”, cuenta ella, risueña, pero con nostalgia.

Su historia personal siempre la mantuvo en reserva, por eso hay escasos antecedentes de quién fue antes de llegar al Hogar de Cristo. No se le conoció hijos ni esposa. Vivió por años en España, volvió a Chile a realizar una carrera militar y luego se fue a recorrer el mundo como marino mercante. Estuvo alejado de su familia compuesta por su mamá, un padrastro y una hermana que actualmente vive en Europa, pero con la que tuvo más cercanía. En el último tiempo, logró revincularse con ellos, especialmente con su mamá. Durante sus últimos días, compartió con su hermana, quien viajó a acompañarlo días antes de fallecer y estuvo con él cada día en el hospital.

Cuentan que costó mucho que accediera a ingresar a la antigua Hospedería del Hogar de Cristo. Fue un accidente de tránsito, que lo dejó mal de la espalda, lo que finalmente terminó por convencerlo de vivir en la ahora llamada Casa de Acogida. En total, estuvo ocho años en la fundación del Padre Hurtado.

En la calle y en la Casa de Acogida encontró una segunda familia. Amigos con los que compartía y se acompañaba. Se le solía ver en la esquina de las calles Ruiz Tagle con Arica pidiendo “monedas” con su amigo apodado el “Gato”. Era tan querido en el barrio, que días antes de que se fuera internado al hospital, un vecino lo invitó al almorzar. “Es que era una excelente persona”, recalca una de sus monitoras.

A pesar de ser muy querido, fue poco sociable, no le gustaban los lugares masivos, por eso para el equipo terapéutico fue un logro que él se integrara a unos de los talleres grupales en donde tuvo que compartir con otros quince participantes. Todos los miércoles en la tarde asistía a estos espacios donde conversaba sobre diversos temas. “Ahí empezó a empoderarse, y ser un poco más partícipe de las actividades que se hacían”, cuenta una de las monitoras que compartió con él.

Ricardo Álvarez Seymour falleció a los 64 años con un anhelo no cumplido: cobrar su pensión solidaria, la que se entrega a los 65. Según cuentan, no hallaba la hora de cumplir la edad requerida para recibir su plata. Cuando falleció, sus compañeros de Casa de Acogida juntaron dinero para comprarle una corona de flores. El día de su funeral, en el Cementerio General, muchos lo acompañaron. Dos furgones con participantes del Hogar de Cristo y sus amigos en situación de calle, además de una decena de autos, lo cortejaron. Hoy su foto está en la entrada de la Casa de Acogida, entre flores y la imagen del Padre Hurtado.

“Extraño sus temas de conversación, su alegría. A mí me enseñó muchas cosas, aprendí de las personas en calle, a reconocerlos como personas. A verlo más allá de ese hombre con barba, sino como un ser frágil, respetuoso y cálido. Eso es lo que más recuerdo de él”, cuenta uno de quienes lo conoció.